23 de julio. Demasiado ruido tiñendo la brisa. El verano miente.
Me miro al espejo y descubro que una belleza mentirosa me envuelve. Otra túnica negra cubre mi cuerpo no-normativo.
Sonrío mientras pienso que soy una jodida hipócrita: estoy escondida en mi interior, bajo capas y capas de caderas distantes, supervivientes a mis propias reglas. Las amo. Lo más imperfecto de mi inteligencia está nevando sobre las cumbres más elevadas. Siempre supe que el Everest soy yo aprendiendo a volar, enseñando mis alas a una multitud que solo quiere sangre.
Abrazada a mí misma. Desnudándome. La suavidad de mis manos es mi arma más cruel. Demasiado alcohol para una copa tan diminuta. Me acaricio y empiezo a latir algo más rápido...
Puedo ser mi propia eternidad.
Recuerdo cuando jugaba a peleas con el sol y pasaba las tardes drogándome con mi propia saliva, peinando las horas con mi espada más dañina, queriendo huir de mí misma... Luego me quería con locura.
Vomité pensamientos excesivos tras marearme con el roce de mi propio pelo; el humo de algún cigarro malherido se iba flotando a través de mis ojos -que cerré demasiado deprisa-; me recordaba lo que era yo, un éxtasis no del todo maduro.
Tanta apatía estrellándose contra mis oídos podría ser mi pasaporte a mi propia realidad. Necesitaba escuchar música más sincera.
Apoyada contra una pared manchada de besos perdidos al terminar la noche, acorralada por su mirada sin domesticar. Una niña que ha crecido más que yo, de ojos del mismo color que la planta traidora que no encontró un terreno fértil en mi espalda, atravesándome las venas, siendo bombeada por un sístole-diástole-sístole lleno de nuevas promesas, desbocándose...
Me atacó con esos labios que lloraban carmín, cuyo consuelo fue ir robando con calma el poco aire que me quedaba cuerdo. Su beso impactó contra su destino tantas veces que pude seguir viviendo sin volver a respirar.
Ahora permanezco sobre el papel, pintado de ese rojo que solo ocultan los sentimientos que arden, preguntándome qué demonios sería para ti... Respondiéndome qué demonios sería para mí.
Abrazada a mí misma. Desnudándome. La suavidad de mis manos es mi arma más cruel. Demasiado alcohol para una copa tan diminuta. Me acaricio y empiezo a latir algo más rápido...
Puedo ser mi propia eternidad.
Recuerdo cuando jugaba a peleas con el sol y pasaba las tardes drogándome con mi propia saliva, peinando las horas con mi espada más dañina, queriendo huir de mí misma... Luego me quería con locura.
Vomité pensamientos excesivos tras marearme con el roce de mi propio pelo; el humo de algún cigarro malherido se iba flotando a través de mis ojos -que cerré demasiado deprisa-; me recordaba lo que era yo, un éxtasis no del todo maduro.
Tanta apatía estrellándose contra mis oídos podría ser mi pasaporte a mi propia realidad. Necesitaba escuchar música más sincera.
Apoyada contra una pared manchada de besos perdidos al terminar la noche, acorralada por su mirada sin domesticar. Una niña que ha crecido más que yo, de ojos del mismo color que la planta traidora que no encontró un terreno fértil en mi espalda, atravesándome las venas, siendo bombeada por un sístole-diástole-sístole lleno de nuevas promesas, desbocándose...
Me atacó con esos labios que lloraban carmín, cuyo consuelo fue ir robando con calma el poco aire que me quedaba cuerdo. Su beso impactó contra su destino tantas veces que pude seguir viviendo sin volver a respirar.
Ahora permanezco sobre el papel, pintado de ese rojo que solo ocultan los sentimientos que arden, preguntándome qué demonios sería para ti... Respondiéndome qué demonios sería para mí.